Antes que nada,
existía España. Y con ella, los españoles.
Los españoles se
comunicaban entre sí con el castellano, también llamado español, la lengua
propia de España.
Luego surgieron
los catalanes. Como bolets (setas). Dentro de España. Como algo ajeno pero
propio. Los catalanes hablaban también, entre ellos. En español.
Pero un día
cambiaron de idioma. Así, espontáneamente. Empezaron a decir cosas tales como
“barretina”, “soca-rel”, o “bassa d’oli”. Y nadie los entendía. Sonaban
parecido, pero diferente. Eran españoles raros.
Y así inventaron
el catalán. Como para fastidiar. Para comunicarse entre ellos y que nadie más
los entendiera. Para trasladarse secretitos, chismorreos y vete tú a saber qué.
Y encima, luego,
se lo creyeron tanto que lo impusieron como necesario para trabajar con ellos.
Es decir (imaginad tal locura), si querías trabajar entre ellos, tenías que
conocer el idioma en el que hablaban. ¡DE LOCOS! Pero si ya tenían el español.
¿No les hubiera resultado más sencillo hablar el idioma que ya todos empleaban?
Si es que se nota, lo hacen para fastidiar. Porque son los nuevos, quieren ser
diferentes. Y se inventaron un idioma sólo para eso. Ahora son solamente
catalanes, de soca-rel, con barretina, y hacen como si todo fuera una bassa
d’oli.
Pues no.
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